En aquella investigación abierta que tengo desde hace varios años sobre los espacios físicos como detonantes y contenedores de nuestros procesos creativos, las bibliotecas públicas ocupan un lugar central en mi curiosidad. Son albergues de ideas.

Cuartos de estudio, de trabajo o de descanso de tantos, capas sobre el tiempo. La promesa del silencio. La productividad o la contemplación rodeadas de paredes llenas de las ideas del mundo. Ideas que encontraron orden y se plasmaron en algún tiempo y espacio, atestiguando pacientemente y en silencio el nacimiento de las nuestras.

Me gusta “catar” las bibliotecas de diferentes ciudades: sentir cómo se trabaja en ellas, a qué huelen, cómo se habitan, quiénes están ahí, al servicio de quienes buscan aprender.

Las bibliotecas no son solo lugares físicos, sino espacios donde la experiencia colectiva de la humanidad se hace tangible. Cada libro, cada texto, cada palabra es la huella de alguien que ya transitó caminos, enfrentó preguntas y dejó aprendizajes. Entrar allí es regresar al terreno fértil de la sabiduría compartida, donde la curiosidad puede caminar libre.

No hay jerarquías, no hay perfección, solo capas de experiencia humana a disposición, listas para ser exploradas, traducidas, reapropiadas. Recordatorios físicos y sensoriales de albergues donde la diversidad cabe.

Biblioteca Pública de NY
Visita Octubre 2025

Hoy fui a la Biblioteca Pública de NY, a la Sala de Lectura. Aquí mi nota de cata: magia restringida. Estética y funcionalidad para trabajar, no apta para curiosos que necesitamos tocar, divagar, buscar y encontrar. Con el tiempo se ha vuelto un museo: los libros son piezas que no se pueden tocar. Igual de bella, increíble y monumental, inspiración que siempre sabe cómo albergarse y tocar.

¿Será un acto de resistencia que algo tan monumental gane la batalla en el tiempo sobre cómo sostener su funcionalidad?

Lo venerable se conserva a costa de su acceso. En un mundo que tiende a estetizar lo que ya no se usa, funcionar se vuelve casi subversivo. Mantener la utilidad viva en algo monumental es una forma de resistencia cultural. Lo monumental, con el tiempo, suele volverse símbolo, museo, postal.

Lo que sobrevive es lo que sigue siendo habitable. Lo monumental que resiste acepta el desgaste como parte de su función, porque el desgaste es señal de uso, y el uso es la única forma en que algo verdaderamente sirve. El secreto para sobrevivir parece ser ese: seguir sirviendo, aunque eso signifique transformarse. Una sala de lectura de una biblioteca viva no es la que conserva los libros intactos, sino la que permite que los libros —y quienes los leen— se gasten juntos.

Funcionar es siempre un acto temporal, un pacto con el presente que se mide en generaciones de usuarios. La belleza, la monumentalidad, la memoria: todo eso son capas que no aseguran la funcionalidad, solo la acompañan mientras dura.

Esta Sala de Lectura, con toda su belleza, parece haber optado por la conservación de sí misma por encima de la experiencia viva. Su función actual parece ser guardar la memoria de haber sido usada; empieza a volverse un coworking space silencioso, no tan diferente de un café. Es una especie de sacrificio por devoción: mantener la forma perfecta a costa de la vida que antes sostenía. Lo monumental se vuelve vulnerable justamente porque es valioso; su valor simbólico hace que la función en algún momento sea secundaria, incluso prescindible.

A la manera de Italo Calvino, en Ciudades invisibles, podría ser una ciudad que eligió preservarse antes que vivirse, donde cada espacio mantiene la forma de lo que alguna vez fue, pero ya no la temperatura humana que lo sostuvo.


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